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9 de julio de 2022
SEBASTIÁN GENNARI | MIAMI
1431 palabras. 7 minutos de lectura. 21 fuentes.
En Latinoamérica la derecha no gana, o al menos no viene ganando desde hace algún tiempo. Elección tras elección, parece confirmarse un giro a la izquierda, un eterno retorno a la marea rosa y a las viejas glorias de Chávez. Sin embargo, el tono ha cambiado.
Dejando a un lado las perennes excepciones —Cuba, Venezuela y Nicaragua—, prima un tono mucho más contemporáneo y, por ende, imbuido de un innegable dejo yanqui. Los debates parecen traídos a la fuerza de EE. UU., aportándole a la política latinoamericana un desinterés por el conservadurismo social de sus habitantes, un desconocimiento de su realidad económica y una conflictividad racial que le es ajena. Pareciera que en el mundo existe un único ente creativo (y nocivo): la universidad estadounidense. Lo demás no es sino la reacción.
Aún se ven proclamas antiimperialistas y reivindicaciones históricas, pero estas sirven otros propósitos. Si antes se insistía en nacionalizar los recursos minerales y expulsar a los explotadores capitales extranjeros, hoy la izquierda se conforma con subir impuestos, sobre todo a las actividades poco «verdes». Todo esto se busca compaginar con la atracción de inversión buena y responsable, es decir, irrisoria y de pacotilla. El objetivo propagandístico es evidente: el Estado del bienestar progresista, escandinavo en todos los sentidos, menos el geográfico.
Bien podría afirmarse que las izquierdas latinoamericanas siempre han buscado instaurar Estados benefactores. Cierto es que Chávez creó uno en Venezuela, en cierta medida subsidiando (mediante Petrocaribe, por ejemplo) iniciativas parecidas a lo largo de la región. Chávez, sin embargo, era un caudillo pardo a la vieja usanza; se valía de su concepción patrimonial del Estado para cebar a los grupos que lo favorecían.
En Colombia, Gustavo Petro fue elegido presidente, llevándose el 50,44% de los votos. Muchos daban por muerto al exalcalde de Bogotá: Rodolfo Hernández (populista atrapalotodo) y Federico Gutiérrez (centroderechista) acapararon 28,17% y 23,94% del voto en primera vuelta, respectivamente; aunándose los dos antipetristas por excelencia, se daba por sentado una victoria de Hernández.
No fue así, evidentemente. Los antipetristas contaban, al menos en teoría, con más de la mitad de los votos. La realidad quiso contar otra historia: si la participación en la primera vuelta quedó en 54,98% del padrón, en la segunda subió a 58,17%. Por arte de magia, o de suerte, surgieron casi de la nada los votos que a Petro le faltaban.
De una cosa sí podemos estar seguros: los votos no provienen del extranjero, pues la diáspora colombiana ha demostrado ser más conservadora, o al menos más antipetrista, que el electorado doméstico. El ahora presidente electo sólo obtuvo 37,52% entre los colombianos radicados en el exterior.
Colombia gozará, entonces, de su primer Gobierno propiamente izquierdista. Atrás quedan las riñas, hoy hasta desternillantes y pintorescas, entre liberales y conservadores. La presidencia ha sido conquistada por un antiguo rebelde, eso sí, uno muy astuto que no tardó en darse cuenta de lo cómodas que resultan las poltronas.
El pasado, un país extranjero. Colombia es la república sudamericana más fuertemente ligada a EE. UU. A pesar de esto, Petro, aquel exguerrillero que buscó abrogar por la fuerza la Constitución de 1886, se ha visto agasajado por Washington, que no muestra la más mínima preocupación. Petro no ha de temer, pues no será el nuevo Árbenz: en Washington se interesan más por el cambio climático que por las acusaciones de comunismo.
Pero ¿qué trama Petro? Hasta donde podemos ver, mantiene cierto tono histérico, con un toque de delirio persecutorio. Habla con preocupación exagerada de las «corrientes de extrema derecha que hay que eliminar». Tiene la sensación de que su poderío corre el riesgo de ser efímero: su triunfo ha sido muy ajustado, y en Colombia manda mucho el Grupo Empresarial Antioqueño, acérrimo enemigo del banquero y reciente comprador de la renombrada revista Semana Jaime Gilinski, cuya extraña alianza con Petro hemos repasado en entregas anteriores.
En las cuestiones importantes —fiscalidad, ecologismo y antirracismo—, resulta difícil distinguir a Petro de sus preceptores yanquis. Se opone al fracking, única manera de aupar la producción en un país como Colombia, cuyas reservas convencionales se acercan al abismo. Siendo el petróleo la principal fuente de ingresos del Estado, Petro no se atreve a clausurar Ecopetrol, aunque sí habla de detener toda exploración de hidrocarburos. De ser así, cosa que es improbable, Petro orquestaría la desmantelación de la industria petrolera colombiana al cabo de siete años. Colombia, recordemos, cuenta con unas míseras reservas de 2.000M de barriles; Venezuela tiene 300.000M.
Es, además, un capitalista woke. Muy lejos ha quedado su actividad revolucionaria, pues el presidente Petro, a diferencia del estudiante Petro, admira el modelo neerlandés y procura no perder la «confianza» de los inversores, tanto nacionales como extranjeros.
«Vamos a desarrollar el capitalismo en Colombia… porque tenemos primero que superar la premodernidad en Colombia, el feudalismo, los nuevos esclavismos», dijo Petro en su discurso de victoria. «Queremos transitar de la vieja economía extractivista… a una nueva economía productiva que pueda hacer crecer a toda Colombia».
¿Moderación? El teórico de la democracia Anthony Downs escribió que los políticos no llegan al poder para formular políticas, sino que formulan políticas para llegar al poder. Expresado de forma más castiza, no es lo mismo ser borracho que cantinero. En efecto, Petro ha concluido que Bogotá bien vale una misa, o más bien una serie de gestos y guiños moderados dentro de su gabinete.
José Antonio Ocampo, eminencia gris del Partido Liberal, será ministro de Hacienda, cartera que ostentó entre 1996 y 1997. Su perfil es de tecnócrata cosmopolita: egresado de Notre Dame y de Yale, ha sido alto funcionario de la ONU, incluso perfilándose como candidato a la presidencia del Banco Mundial.
La cartera de Educación se la lleva Alejandro Gaviria, centrista-progresista y fallido aspirante a la presidencia. Con un doctorado de universidad yanqui, a Gaviria se le tiene por intelectual de primer orden. No habrá revolución y no ha de cundir el pánico; el ministro de Educación recurrirá a los artículos académicos, no al pensamiento Gonzalo.
Por otra parte, Álvaro Leyva será el canciller, encargado de gestionar una política exterior centrada en torno a la cuestión venezolana y el tira y hala sino-estadounidense. El anciano Leyva, de 79 años, es una suerte de mirlo blanco: miembro del Partido Conservador e hijo de una familia de alta alcurnia, se ha pasado toda una vida negociando la paz con las guerrillas, en ocasiones ganándose el vituperio de la derecha. Para la izquierda, en cambio, es un «godo bueno».
Ecos regionales. Colombia es de evidente interés por lo reciente de sus elecciones, pero, desde México hasta Chile, la izquierda gobierna por doquier. Chile y México, ambos países relativamente pujantes, representan modelos distintos: AMLO es un nacionalista de izquierdas tradicional; Boric, en cambio, es un sátrapa, candidato idóneo para una facultad de humanidades en EE. UU.
El caso chileno es cómico, cuando no tétrico. El presidente Boric tuvo su mejor momento —el de más popularidad— el día que venció a José Antonio Kast en la segunda vuelta. Hoy por hoy, cuenta con una tasa de aprobación del 34%, mientras que sólo un 33% ratificaría la nueva Constitución, cuyo plebiscito de salida será en septiembre. Como bien señala Reuters, Boric se ha llevado un reality check.
Poco importan las frivolidades —las cuatas indígenas, el número de mujeres en el gabinete, los guiños al recién aprobado matrimonio homosexual— en época de crisis mundial y violencia en la Araucanía. Para colmo, el precio del cobre (y, en cierto grado, del litio) ha bajado en las últimas semanas, dando crédito a las voces que pronostican una recesión.
El balance. Aunque no nos plazca usar el término woke, lo creemos adecuado para describir este curioso fenómeno. Y es que Latinoamérica, aunque siempre ha sido occidental en cuestiones civilizacionales, viene adoptando un panorama político propio de los países desarrollados.
Muestra de esto es el reciente afán por los Estados del bienestar en la región. Aquellos que busquen restaurar el batllismo uruguayo en clave continental pronto se las verán con el verdugo de los mandatarios más generosos: la balanza de pagos.
Lo mismo podemos decir del sistema de pensiones: con la pandemia, se convirtió en causa célebre, incluso permitiéndose su descapitalización en Chile, según Bloomberg un país «bastante avanzado en la transición demográfica». Semejantes políticas serán inasumibles en una Latinoamérica envejecida.
Por prestigio del Imperio y por disfunción nuestra, los latinoamericanos terminamos imitando a Washington y a Nueva Inglaterra. Desde esta tribuna podríamos mostrar nuestro disgusto con menos tacto, pero nos limitaremos a decir que la región se expone al riesgo de adoptar una cosmovisión que no se adecúe a su realidad.
999 palabras. 5 minutos de lectura.
Tan lejos de Dios y tan cerca del gas de EE. UU. –el más barato del mundo–, México nunca ha sido un país gasero. Al menos hasta la fecha. El desorden mundial trae oportunidades que no han pasado desapercibidas para un personaje como Wes Edens, magnate financiero –fundó Fortress– y ahora energético –hizo lo propio con New Fortress Energy (NFE)– y de paso dueño de los Milwaukee Bucks de la NBA y del Aston Villa de la Premier League.
El audaz estadounidense ha reaparecido en el México de la contrarreforma energética estatista del nacionalpopulista Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
Se ha entendido con los mandarines de Pemex y de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y promete llevar el otrora desperdiciado gas azteca a Europa.
Aprovechando el acto de inauguración de la Refinería Olmeca, energéticas estadounidenses y canadienses, de la mano de la CFE y Pemex, anunciaron inversiones gasísticas por unos $7.200M.
Viejo Mundo. Los rusos dividen el mundo entre regiones productoras de energía y regiones consumidoras de energía; Europa, consumidora neta, está en pleno desacople de su principal suministrador de gas. La historia es bien conocida, o desde luego sentida por nuestros apreciados lectores a final de mes.
Hay síntomas. Por primera vez, la UE ha importado más gas natural licuado, en buques metaneros provenientes de América, que de los gasoductos rusos. El persistente superávit comercial de los alemanes se ha evaporado.
También hay reacciones. Macron anunció la nacionalización total de Electricité de France (EDF) esta semana y el Parlamento Europeo reconoció la energía nuclear y el gas como «verdes» dentro de la taxonomía energética, con todo lo que implica en términos económico-financieros.
Entretanto, el gas natural se percibe como un «combustible puente» que podría satisfacer la demanda energética global mientras «transicionamos» de combustibles fósiles a energías renovables como la solar o eólica. En otras palabras, lo mejor de lo peor.
Nuevo mundo, mundo nuevo. EE. UU. tiene todas las de ganar. Hace ya una década, el fomento de la extracción de gas mediante la técnica de fracturación hidráulica o fracking posicionó a la superpotencia en el mayor exportador mundial de petróleo y gas. Biden ya se ha prestado a suplir alrededor de un tercio del suministro de gas ruso a Europa que está en riesgo.
Sí, pero. Lejos de ser una panacea para la sobredependencia energética del viejo continente, la cruda realidad es que Europa apenas tiene capacidad para recibir el gas natural licuado americano.
No así España, el país europeo con mayor número de plantas regasificadoras, para quien EE. UU. es ya la primera fuente de suministro tanto de gas como de petróleo.
Down in Mexico. Disparado su precio, el desatendido gas de México, socio minoritario en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, se pone interesante desde el punto de vista de los despachos houstonianos de las energéticas gringas. Si bien hay que ser un auténtico cowboy para invertir en energía en México con el actual Gobierno, hay quien se atreve.
Aquí entra en escena Wes Edens. Concretamente en su G650 por la terminal privada del Aeropuerto de Toluca, donde aterrizó el mes pasado para reunirse con AMLO en Palacio Nacional, dentro de la ronda de reuniones promovida por el embajador de Washington Ken Salazar, principalmente con firmas energéticas estadounidenses damnificadas por la contrarreforma del Gobierno.
Semanas después, durante la inauguración de la Refinería Olmeca, su firma New Fortress Energy (NFE) firmaba un acuerdo con Pemex para reactivar el desarrollo del campo de gas Lakach, en aguas profundas del Golfo de México. El objetivo es suministrar gas al mercado doméstico mexicano onshore y exportar a mercados globales. Aparte, en aguas de Altamira, Tamaulipas, se construirá un hub para licuar el gas. Edens ambiciona operar tan pronto como a finales de 2023.
Además se acordó aumentar el suministro de gas de NFE a varias centrales eléctricas de la CFE, que antes pasa por una planta regasificadora de NFE en la remota península de Baja California Sur. Manuel Bartlett, director general de la CFE, habló de un monto total de inversión de dos mil doscientos millones de dólares.
Dele gas. Sirvan como referencia, si no las cantidades absolutas, las siguientes proporciones. En la actualidad, EE. UU. exporta 11.300 millones de pies cúbicos diarios de gas natural licuado. Los proyectos gasísticos de NFE y CFE, sumados a los que desarrollan Mexico Pacific Ltd y Sempra en la cuenca pacífica mexicana suman 2.400 millones de pies cúbicos diarios de capacidad de licuación diaria, según los cálculos de Natural Gas Intelligence.
Canadá: siempre amable, siempre presente. La inversión anunciada por la canadiense TC Energy en alianza público-privada con la CFE es aún mayor. Construirán una extensión del gasoducto submarino de 800km Sur de Texas–Tuxpan, de Tuxpan al puerto veracruzano de Coatzacoalcos.
Desde ahí, el gas llegará a otros puntos estratégicos del país: el sureste del país y la Península de Yucatán – energéticamente maltrechos–, la mencionada Refinería Olmeca y una planta de licuefacción planeada en el puerto pacífico de Salina Cruz, atravesando el istmo de Tehuantepec, perenne competidor en potencia del canal de Panamá.
En perspectiva. La plataforma industrial norteamericana –Canadá, EE. UU., México– continúa su integración a pesar de los gobiernos de turno; dispone de sus propios insumos energéticos y puede exportar el sobrante, algo totalmente fuera del alcance, al menos a corto plazo, de polos industriales como Alemania y satélites o China, ambos grandes importadores de energía. Por norma general, el gas natural norteamericano cuesta la mitad que en Asia y menos de una tercera parte que en Europa.
Identifican los economistas criollos la oportunidad para desarrollar aceros especializados –intensivos en gas–, vidrio, fibra de vidrio, todo tipo de plásticos, resinas, la fibra sintética...El primer desafío, el más evidente, es proveer de gas natural barato a la industria.
A día de hoy, alrededor del 60% de la energía que se genera en México emplea gas estadounidense como combustible, importado en términos asequibles. Pero en este entorno económico, se torna interesante para México desarrollar recursos gasísticos propios.
Felipe Galvis – Head of Growth & Operations @ R2 Capital
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